miércoles, 18 de junio de 2008

145. Ludwig Zeller





Ludwig Zeller nació en 1927 en Río Loa, un poblado al interior del Desierto de Atacama. Trabajó durante 16 años para el Ministerio de Educación de Chile. Desde 1971 hasta 1992 vivió en Toronto, Ontario, Canadá y reside desde entonces en Oaxaca, México.
Ha dirigido varias revistas, ha fundado dos editoriales y su obra incluye medio centenar de libros de poesía, una novela, algunos ensayos y cinco libros de collages. Ha presentado más de cuarenta exposiciones individuales en diferentes países (Chile, Argentina, Canadá, Estados Unidos, Francia, Alemania, España, Italia, Islandia, Bélgica, Venezuela y México) participando activamente en el surrealismo. La mayor parte de su obra está traducida al inglés, al francés, al alemán y otros idiomas.
Además de su trabajo en artes visuales, desarrolla una variada actividad en los campos de la literatura y la medicina antropológica. También ha traducido al español a los románticos alemanes.
En 1970 organiza la muestra "El surrealismo en Chile", exhibición que reunió diversas disciplinas artísticas. Su obra plástica ha sido expuesta en distintos países de América y Europa. También ha ilustrado un considerable número de libros de poesía.
Sus publicaciones más importantes son: Mujer en sueño, 1975; Cuando el animal de fondo sube, la cabeza estalla, 1976; In the Country of the Antipodes, 1979; Ludwig Zeller, a Celebration, 1987; Salvar la poesía, quemar las naves, 1988, ZELLER SUEÑO LIBRE, 1991; Río Loa, estación de los sueños, 1994; Los engranajes del encantamiento, 1996. A estos se puede agregar El embrujo de México, 2003, un libro que reúne 100 poemas sobre el tema.


Encontrado en sonámbula.

ACERCA DE LOS COLLAGES DE LUDWIG ZELLER Y DE SU ESTELA

Por: Édouard Jaguer. París, Julio de 1981

Si, entre la panoplia siempre renovada de las “técnicas” surrealistas hay un descubrimiento que gozó un éxito temible, es el caso de “collage”, tal como Max Ernst nos los regaló a los comienzos de los años 20. Desde entonces, casi todos los que han pasado por la aventura surrealista, tanto poetas como pintores, se dedicaron a él – a menudo, es necesario decirlo, sin aportar otra renovación que la que resulta de la fantasía personal de cada cual. Lo que ya es mucho, sin duda – pero no es sin embargo suficiente.

Cierto, en el curso de los sesenta años corridos, el collage ha conocido algunos desarrollos, a veces espectaculares, pero totalmente extraños a loa vena de inspiración que ha permitido a Max Ernst componer las magníficas novelas en imágenes de “La femme 100 têtes”, del “Rêve d'une petite fille” y de “Une semaine de bonté”. También, a pesar del encanto innegable que emana, el collage de grabados antiguos estaba amenazado, a la vuelta de los años 50 de pasar de una vez por todas a la sección de los trastos poéticos.



Tantos epígonos pasaron por allá que había parecido preferible a muchos collagistas dar vuelta la página, recurriendo desde entonces, para la ilustración de sus espejismos personales, a una base muy diferente: puramente fotográfica para unos, mientras que otros practicaban con éxito el desvío hasta imágenes en color sacadas de revistas “actuales”, según un proceso en suma bastante análogo al que había regido la evolución del cine, y luego de la televisión. Para la rama “grabados antiguos” del collage surrealista, era sin duda su rescate el éxito mismo que había conocido tras dos generaciones de creadores, como lo decía Peter Kral en 1975, “si el collage parece haber alcanzado una cumbre insuperable desde las primeras expediciones punitivas de un Ernst o de un Styrsky en el mundo victoriano de las viejas xilografías... bajo la forma, de ahí en adelante clásica que estos autores le habían dado, rápidamente se fijó en un lugar común”. (“La era del collage continuación y fin“. “Phases” N° 5, N.S. París, 1976).

Ahora bien, es en ese momento crítico de la historia del collage “clásico” que interviene Ludwig Zeller, cuya experiencia en este dominio no recurre para lo esencial ni al material fotográfico ni al encanto (indiscreto y a veces chillón) del color, sino por el contrario persiste en la utilización de los grabados de fin de siglo que empleaba ya Max Ernst. Verdadero desafío, es por ese handicap libremente aceptado que a nuestros ojos su empresa reviste un significado dialéctico de primerísima importancia, porque demuestra con esplendor que nunca hay punto final para un método artístico, por poco que una inspiración tan briosa como la suya lo venga a irrigar, que en suma es falso afirmar que no hay nada nuevo bajo el sol, y que por lo contrario todo es nuevo bajo el sol para quien sabe mirarlo de frente (como ya lo he dicho antes en otra parte). Nacido en un desierto, Ludwig Zeller conoce muy bien la mejor manera de andar: sabe cómo golpear con el pie el suelo del desierto para que brote un manantial, para que surja un oasis. Fascinado por el sol (negro) de esos viejos grabados que habían fascinado a Ernst, le basta mirarlo de frente para poder entrar en él y perderse; perdiéndose, ganar su apuesta encontrando una fuente de espejismos muy diferentes de aquellos antaño revelados por Ernst: con él el paisaje del collage “a la antigua” que nosotros habíamos creído conocer tan bien, oscila bajo nuestros ojos y revela horizontes del todo distintos: ¡Cambio de aspecto radical!



¿Por qué ese milagro (puramente materialista), por qué y cómo esta mutación? Yo creo que para poder aproximar una interpretación válida es necesario primero situar a Zeller en el espacio de su geografía personal, germano-chilena si se quiere, pero esto no es nada en asunto de nacionalidad. Más bien se trata de sensibilidades geográficas, climas paradojalmente complementarios, las orillas del Rin (que Ludwig no conoce, así como tampoco habla el idioma alemán) con el norte de ese largo país que se llama Chile. Sí, esta mutación, este bruñido, o mejor aún este trastocar del collage tradicional es ante todo función de un espacio, y del recorte de ese espacio. Es allí donde se sitúa su diferencia esencial con todos aquellos que antes que él o al mismo tiempo que él han practicado este modo de expresión.
Así pues, en una nota de su colección de poemas “Cuando el animal de fondo sube la cabeza estalla”, Ludwig mismo ha dicho que “estos poemas y collages serían otros de haberse originado en un ámbito distinto (de ese donde se desenvuelve su primera infancia, en el desierto de Atacama, al norte de Chile, en Rió Loa). Una anécdota que él me ha contado ilumina por lo demás para mí el espacio de sus collages con una luz muy particular.

Es que en cierto sentido, se puede decir que él no ha sido el primer “aventurero” de su familia. Su padre ya le había dado un ejemplo de rebeldía a la norma rompiendo con una larga tradición de profesores de universidades alemanas. Sin la fantasía de este padre ingeniero, es probable que Ludwig Zeller hoy hablaría alemán, no escribiría poemas y sería un honorable “Herr Profesor”. Sucede que tentado por el espejismo de fotografías de lujurientos bosques que se le habían mostrado, este padre antojadizo e ingeniero firmó, antes de la guerra de 1914, un contrato para ir a Chile... y se encontró en el lugar más árido de la tierra que es dado imaginar, donde el futuro collagista pasaría toda su infancia; lugar tan seco y tan desértico, me explicaba Zeller, que no se ve allí el viento (que es sin embargo violento) que sopla, puesto que nada hay en su camino que pueda moverse, ni el menor embrión de zarza. Esta omnipresencia invisible del viento inspiró a la ingeniosidad caprichosa del Sr. Zeller padre la idea de juguetes poco costosos pero fabulosos para sus hijos: con sus manos hábiles construía grandes ruedas de cartón (que eran decoradas con dibujos e incluso con poemas), que el viento llevaba un mañana muy lejos, en una dirección determinada, y devolvía al día siguiente cuando el viento “había dado vuelta” en sentido contrario, más o menos a la misma hora, pero habiendo recorrido en el intervalo distancias considerables. Las ruedas no fallaban, como quien dice a la cita, cuanto más estaban a veces “un poco atrasadas”. Seguramente la imaginación de Ludwig se aferraba a esas ruedas, y la nuestra puede seguirla en esa vía, porque yo pienso que el movimiento imprevisible de esas ruedas continúa, casi cincuenta años más tarde, dando ritmo en profundidad a sus poemas y sus collages, en un margen de territorio que no pertenece sino a él, ni alemán, ni chileno, ni canadiense, para siempre sustraído a las reticencias y a las referencias de lo racional o más bien de lo que se pretende que es lo racional (porque yo no dudo ni un instante, por cierto, que la razón, en el fondo, está más bien del lado nuestro, del lado de la calle que no se ve si se tiene los ojos en el bolsillo).



Así fue el primer aprendizaje del espacio en Ludwig Zeller. El segundo, que debía ponerle en contacto directo con los poetas y plásticos de su tiempo, fluye de su encuentro con Enrique Gómez-Correa y Braulio Atenas, los fundadores del grupo surrealista de Chile de 1938, sobrevivientes de la aventura “Mandrágora”. El tercer partícipe de esta notable escapada, Jorge Cáceres, no estaba ya presente en esa época. Aunque fue el más joven de los tres, era el que murió primero, en 1949, a los veintiséis años. De los tres pioneros de “Mandrágora” Braulio Arenas y él fueron collagistas. Cáceres empleaba indistintamente todos los materiales, el grabado antiguo así como la fotografía. No es imposible imaginar lo que podría haber dado el encuentro, el choque, el enfrentamiento de estas dos fantasías: Cáceres-Zeller. Este match, en cierto sentido, tuvo lugar de todos modos: uno de los más bellos libros que haya editado Ludwig Zeller, bajo la sigla de las Ediciones “Oasis” que él anima en Toronto con Susana Wald, es la serie de “Textos inéditos” de Jorge Cáceres ...Cáceres, una de las figuras más proteiformes y de las más meteóricas a la vez del surrealismo, junto con las de Jindrich Heisler y Jean-Pierre Duprey. Todos ellos, y es también el caso de Ludwig fueron a la vez poetas y plásticos, y poco importa saber si son ante todo una cosa o la otra: puesto que uno de los títulos de nobleza del surrealismo es justamente el haber sabido romper de una vez por todas el muro entre lo uno y lo otro. (Por tanto, aquí, es de igual medida, forzosamente que yo hablo de Zeller poeta como de Zeller plástico, puesto que nacido en los confines de un desierto, se hizo plenamente consciente de lo que él podía ser y hacer en los confines de un oasis: el surrealismo chileno). En cuanto Gómez-Correa, nuestro común amigo, ese gran poeta fue siempre gran amante de la pintura, curioso de todos los horizontes plásticos: sus poemas han sido ilustrados por Magritte, Brauner, Hérold, Donati, Cáceres, Granell y el mismo Zeller; y es bien evidente que en tales parajes la curiosidad propia de Ludwig no podía sino crecer y embellecerse de la manera más asombrosa. Es así que fue llevado a organizar, en Santiago, dos exposiciones de Matta, niño prodigio del surrealismo chileno, como organizó más tarde, en Toronto, varias exposiciones para sus amigos franceses, ingleses y belgas, así como la primera exposición “Phases” en el Canadá.



Pero habiendo afirmado estos jalones, me es necesario ahora volver a lo que parece el espacio común entre los poemas y los collages de Zeller, para comprender lo que diferencia estos collages de los Max Ernst (o de Max Bucaille o de Max Servais, ¡para no hablar aquí sino de algunos Max que hicieron obra de collagistas¡). Digamos primero, para simplificar, que Ernst tanto como sus fieles sucesores se han acomodado, en el curso de su experiencia, al espacio naturalista de la xilografía del siglo XIX, y que en este sentido se puede decir que no han estado en el extremo de la experiencia de trastrueque que les era propia, ya que la lógica misma de ésta habría exigido que mientras conservaban los elementos típicos del grabado original (los personajes) se les quite de su ambiente de origen y a todo otro decorado parecido. Hay que esperar a Zeller para que tenga lugar esta extracción que devuelve al elemento del collage, por figurativo que sea, todo su valor de signo, en el sentido en que se puede hablar de signos ante los cuadros de Miró o Kandinsky. He aquí pues estos signos lanzados de manera espectacular, en pleno, al espacio abstracto del blanco, y helos aquí en el mismo instante reconquistando su relieve. Pero además, a esta ascesis, a esta extracción a esta abstracción del decorado de hecho pura y simplemente suprimido, escamoteado, corresponde en Zeller, una complejidad creciente de los elementos típicos, cuya asociación, el reagrupamiento y la imantación de unos por los otros parecen responder en él a leyes muy distintas que en Ernst y sus seguidores. ¿Es acaso el efecto de la puesta en página de elementos fuera de todo espacio convencional lo que produce esta impresión de aceleración de sus procesos de ensamblaje? Y además sucede, aunque se trate de elementos parecidos a los de sus antecesores, se tiene la sensación que en los collages de Zeller, vienen de otra parte: así al clasicismo (¡todo relativo, claro esta!) de los collages ernstianos, responde en Zeller un barroquismo que, por su feliz exageración no deja de recordar ciertas arquitecturas hispano-indias, del tipo “churrigueresco”. Sin duda hacia falta justamente, para que esa exuberancia barroca reclame todo su brillo, para que estalle como es debido, que se inscriba en un espacio claro, desnudo, despojado aún más que el de los fotomontajes de Moholy-Nagy y otros collagistas del Bauhaus.

... Y era necesario también que estos elementos fueran empujados, e incluso casi barridos hasta el umbral de nuestra mirada por alguna fuerza misteriosa, física, gestual, identificable quizás con ese viento que llevaba traía las ruedas, los poemas y las imágenes de su infancia de un extremo del desierto al otro.



Esta complejidad y esta evidencia a la vez de aglomeración de elementos entre sí alcanzan ciertamente su perfección en un collage de 1972 significativamente intitulado por su autor, “La piedra angular”. Verdadera condensación de la “historia del mundo”, “La piedra angular” constituye en este aspecto un logro sin precedentes en la historia del collage de elementos tradicionales. Como se puede ver aquí mismo, compuesto de solamente tres o cuatro elementos, nos muestra en una cortada sobrecogedora, el paso de la vida animal y vegetativa (el batracio que sostiene el conjunto) a los más altos logros humanos, industriales (la máquina a vapor colosal con varias calderas) o arquitectónicos (la catedral compuesta). Se podría ver allí una ilustración particularmente sorprendente y sabrosa de la famosa teoría de Jean-Pierre Brisset que quiere demostrar que el hombre desciende de la rana. Pero mientras que Brisset necesita varios volúmenes de loca semántica para influenciar al lector al punto que sienta “una turbación real”, le basta a Ludwig Zeller, efectos parecidos se hallan en todos los collages de los últimos años, y permiten medir el camino recorrido desde “Los placeres de Edipo” donde, si la técnica empleada es evidentemente ya la misma, el autor aún no ha tenido el tiempo de explorar su propio dominio, y de demostrar que con una técnica rigurosamente parecida, se puede obtener resultados plástica y poéticamente del todo diferentes. Es notorio, en Ludwig, un empleo de contrapuntos de 8elementos totalmente tenues, a veces reducidos a un filamento, a un hilo (pero incluso a ese hilo, ese filamento, está primorosamente pegado, y no dibujado) y otros son por el contrario muy masivos, muy impotentes, e incluso invasores, que se desarrollan y proliferan en el espacio de la página como si fueran henchidos desde el interior. Este alternarse de elementos tenues y masivos contribuye seguramente de manera notable al porte “gestual” de los collages de Zeller, pero se da gracias a un trazo de la tijera (como en otros se hablaría de un trazo del lápiz) de rigor inmisericorde. Zeller usa sus tijeras como un cirujano su bisturí y sus pinzas bajo el imperio de un pulso orgánico que no tiene igual sino en el cuidado extremo con los elementos dejados por esa tormenta sobre la playa quieta de la página blanca (en general, por ende, un cartón bastante grueso y rígido que se suma a la solidez del conjunto). Si no se trata de buscar en los collages de Zeller un relato autobiográfico simple de sus angustias y de sus entusiasmos (eso sería demasiado fácil, y luego nada es menos surrealista), es sin embargo permisible tomar en consideración las afirmaciones del mismo Ludwig Zeller concerniendo algunos puntos que complementan su expresión escrita y su expresión plástica. En el ya mencionado epílogo de su colección “Cuando el animal...”, No siempre el que toca un libro toca un hombre, y es un momento difícil, lleno de espinas y de preguntas el que enfrenta un poeta que cambia de país y de lengua. Ni se toca entonces a un hombre, se toca una herida”.



Zeller habla de herida, yo hablaré por mi parte, de fractura, esa del espacio de sus poemas, donde yo a veces tengo la impresión de estarme defendiendo de ser lanzado de una imagen a otra, o de una red de imágenes a otra, como si se me empujara o como si yo circulara al interior del cuerpo de un monstruo marino varado. Jonás maravillado, el lector no puede comparar esta deambulación a veces un poco inquietante a ninguna otra: la cadencia, el ritmo de un poema de Zeller, aún si existe en él la escritura automática, no son de ningún modo la cadencia, el ritmo de un poema de Péret, ni tampoco, para quedar en el dominio lingüístico de Ludwig, los de un poema de Gómez-Correa, de Cáceres o de Granell. Aquí también, como en los collages hay ya no un fluir continuo, sino efervescencias, perturbaciones, erupciones repentinas que desvían y transforman de un verso al otro el sentido de la lectura, que se convierte así en una “Distracción ontológica”: “La vida es sólo un tubo sin remedio. Entrar aquí da a todos el derecho de mirar la injusticia...”, lugar trastornado, hecho desierto donde “Alguien solloza, alguien grita mi nombre en las tinieblas “ (pero bien entendido, uno nunca sabrá quien). Se trata aquí de un estado intermedio entre el dormir y la vigilia pero que no es verdaderamente el sueño tampoco, un estado que Ludwig, mismo ha llamado espléndidamente en uno de sus poemas “Insomnio con escamas”, donde “Un pez cruza mi sueño cada noche”. Bien cierto, es Zeller el que habla aquí, pero podría igualmente ser Usted, o yo, a acecho en esas bifurcaciones de las que se puede igualmente temer lo peor o esperar lo mejor.

Ludwig Zeller ha hablado del mundo de la realidad social como otro “desierto en que acaso seguimos viviendo” donde “la vida es tan sólo la piel de un espejismo”. En ese desierto donde es posible temer que se esté sitiando un poco más cada día el tenue espacio de libertad de que aún disponemos, es en efecto un claro de “oasis” que oponen bajo su impulso palabras y formas, en ritmos tan amplios como imprevisibles, y al fin de cuentas la reivindicación siempre válida, revolucionaria, surrealista, pero ante todo casi biológica de un “sueño capaz de transformar el mundo”. A todos aquellos que han tenido la oportunidad de verlos, los collages de Zeller causan la más viva impresión: de modo que no puede tratarse solamente de una simple reacción estética. No: esa turbación, igual que la admiración, es sorpresa maravillada al mismo tiempo que un poco inquieta, es signo que esas imágenes enseguida se abren camino en la conciencia del que mira. Pues, es verdaderamente eso lo que cuenta: un collage, un poema de Zeller, es, más allá de la imagen, una estela donde nos sumergimos, sin tierra prometida en e horizonte, de repente un poco más libres en las aguas tumultuosas de nuestro propio océano.




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